Un Bárbaro en Asia de Henry Michaux








 “Gobernad el imperio como si frierais un pajarito”
 Lao-Tse

 Prólogo a la primera edición francesa de 1945

 Doce años me separan de este viaje. Ahí está. Aquí estoy yo. Poca cosa podemos ambos prestarnos. No era un estudio, ni lo puede ser, ni seré yo quien lo haga más hondo. Tampoco voy a corregirlo.
 Vivió su vida.

 Me he limitado a cambiar algunas palabras, y donde se hizo necesario, fueron líneas las que cambié.

 Henri Michaux



 Prólogo a la edición francesa revisada y corregida de 1967

 En la actualidad, el foso existente se ha hecho aún mayor, un foso de treinta y cinco años.

 Y Asia continúa su movimiento, sordo y secreto en mí, vasto y violento entre los pueblos del mundo. Muda, ha mudado, y tal mudanza nadie la hubiese creído, y menos yo la sospeché.

 Este libro tiene fecha determinada. Data de la época entontecida y tensa a la vez de este continente; ésta y no otra es la fecha. Data también de mi ignorancia, de mi ilusión desmitificadora. Eran los años de aquel Japón excitado, sobreexcitado, que sólo hablaba de guerra, que sólo cantaba la guerra, que sólo prometía lucha, entre desfiles, aullidos, voces broncas, amenazas, y que hostigaba y se reservaba bombardeos, desembarcos, destrucciones, invasiones, asaltos, terror.

 Eran los años de aquella China acorralada, mermada, amenazada de desmembración, que no llegaba a rehacerse, y que se mostraba desconfiada y cerrada, no acertando con una civilización desorganizada a hacer frente eficazmente al cataclismo, ni por medio de la astucia, ni por medio del número, ni por medio de nada de lo experimentado hasta aquellos días.

 Eran los años de aquella India que, con medios inesperados, que tenían todas las trazas de la debilidad, trataba angustiosamente de librarse del sólido pueblo dominador que la tenía bajo su yugo.
 Desembarcado allí, en el 31, apenas informado, con la memoria saturada de relaciones de pedantes, descubro el hombre de la calle. Me impresiona, me interesa profundamente, no veo sino a él. Me cautiva, lo sigo, lo acompaño, convencido de que con él, con él ante todo, con él y el flautista y el actor, y el bailarín y él mismo, tengo cuanto es necesario para comprenderlo todo... más o menos.

 Contando con él, partiendo de él, reflexionando, esforzándome por rehacer la historia.

 Pasaron no obstante algunos años, y he aquí que el hombre de la calle ya no es el mismo. Ha cambiado; en tal país, a medias, en un segundo, mucho, en un tercero, realmente mucho, en un cuarto, infinitamente, hasta lo increíble, hasta el punto de que no lo creen los que antes allí estuvieron, e incluso los que allí vivieron. Así, en China, la revolución, al barrer costumbres, maneras de ser, de obrar y de sentir establecidas por los siglos, ha hecho inútiles muchas observaciones, y ha dado al traste con no pocas de las mías.

 Mea culpa. No tanto por haber pecado de corto de vista, sino más bien por no haber presentido lo que allí se gestaba y que iba a dislocar lo que parecía permanente.

 ¿No había visto nada, de verdad? ¿Por qué?

 ¿Ignorancia tal vez? ¿Ceguera de quien se beneficia de las ventajas de una nación y de una situación momentáneamente privilegiada?

 Me parece también que en mi fuero interior debía oponer una resistencia a la idea de la completa transformación de estos países, que se me antojaban necesariamente forzados, para llegar al cambio, a pasar por el Occidente, por sus ciencias, sus métodos, sus ideologías, sus organizaciones sociales sistemáticas.

 Yo hubiese deseado que la India por lo menos y la China hallasen el medio de encontrarse a sí mismas nuevamente, de llegar a ser de nuevo grandes pueblos, sociedades armoniosas y civilizaciones regeneradas, sin tener que pasar por la occidentalización.

 ¿Era esto verdaderamente un imposible?
 Mis ilusiones eran otras.
 Hasta entonces los pueblos, y hasta diría que las gentes, no me habían parecido muy reales, ni muy interesantes.

 Animado, ahondé en esta realidad, convencido de que iba a ser una mina. ¿Creía en ello plenamente? Viaje real entre dos quiméricos.

 Tal vez, en mis adentros, los observaba como viajes imaginarios realizados sin mi concurso, obra de «otros». Países de invención ajena. Mías eran la sorpresa, la emoción, la excitación. La realidad es que a este viaje le falta mucho para ser real. Esto lo supe más tarde. ¿Dejaba adrede de lado lo que precisamente iba a constituir en estos países una realidad nueva: la política?

 Como se ve a la legua, este viaje lo comencé con malas alforjas y peores pasos. No seré yo quien retroceda. Por más que quisiera, no podría. A menudo lo pretendo, pero me es imposible dejarlo como nuevo. Lo más que puedo es apartar, sacar, cortar, hacer algunas sisas, echar algo en un vacío de repente molesto, pero me está vedado cambiarlo o darle un nuevo viraje.
 Este libro, que me tiene insatisfecho, que me saca de quicio y me choca, no me permite otra cosa que corregir cuatro nonadas.

 Se me resiste. Como si se tratara de un personaje. Tiene un tono.
 A causa de este tono, todo lo que con carácter más grave, más reflexivo, más hondo, más sagaz, más avisado, quisiera incorporar, a modo de contrapeso, lo rechaza, lo vomita... como si le sentara mal.
 Aquí, si bárbaro se ha dicho, en bárbaro hay que quedar.

 Para evitar repulsas, las escasas notas nuevas, que se agregan al pie de la página, van precedidas de las letras n. n.
Henri Michaux
 mayo de 1967


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