Cinco poemas de Sylvia Plath





UNA VIDA


Tócalo: no se contraerá como un globo ocular,

Este ámbito en forma de huevo, claro como una lágrima.

He aquí el ayer, el año pasado:

Un vástago de palmera y un lirio, tan inconfundibles como la flora

De la vasta y calma urdimbre de un tapiz.

Golpetea el cristal con la uña:

Tintineará como un carillón chino al más ligero golpe de brisa,

Aunque dentro no haya nadie que vaya a mirar quién es o se moleste en responder.

Sus habitantes son ligeros como el corcho,

Todos están permanentemente ocupados.

A sus pies, las olas se inclinan reverentes, en fila,

Sin malhumorarse jamás: frenando en mitad del aire,

Tirando de las riendas, piafando como caballos en un desfile.

Por encima de sus cabezas, las nubes se asientan

Adornadas con borlas y emperejiladas

Como cojines Victorianos. Las caras de esta familia

De postal de San Valentín agradarían a un coleccionista:

Suenan auténticas, como la buena porcelana.

En otra parte, el paisaje es más franco.

La luz ciega continuamente.

Una mujer arrastra su sombra en círculo

Alrededor de una escueta escudilla de hospital

Que se asemeja a la luna, o a una hoja de papel en blanco,

Y que parece haber sufrido una suerte de bombardeo particular.

La mujer vive apaciblemente,

Sin vínculos, como un feto en una botella,

Con la casa obsoleta, el mar, aplanados hasta volverse una foto,

Tiene una, demasiadas dimensiones en las que entrar,

La aflicción y la ira, ya exorcizadas,

Al fin la dejan en paz.

El futuro es una gaviota gris

Hablando, con su voz de gata, de partir, de partir.

La edad y el pánico la cuidan, como dos enfermeras,

Y un ahogado, quejándose del inmenso frío,

Sale a rastras del mar.


18 de noviembre de 1960





EL LUNES INTERMINABLE


Tendrás un lunes interminable


y te erguirás en la luna.


El hombre de la luna, de pie sobre su concha,

Esculca encorvado bajo un haz

De leña. La luz de tiza, fría se proyecta

Directamente sobre nuestra colcha.

Los dientes del hombrecillo castañetean entre los leprosos

Cráteres y picos de esos volcanes extintos.

Si pudiese, también él recogería

Más leña contra la negra escarcha, no descansaría

Hasta que la luz de su cuarto eclipsase

El espectro del sol dominical.

Pero ahora sufre su infierno de un lunes tras otro en la bola lunar,

Sin un mísero fuego, con siete gélidos mares encadenados a su tobillo.




HARDCASTLE CRAGS


Percutiendo aquella calle acerada,

Sus pies de sílex provocaban una algarabía de ecos

Que iban clavándose como anzuelos color azul lunar por todo el pueblo

Negro, hecho de piedra, hasta el punto de que ella oía

Cómo el aire veloz prendía su yesca y vibraba

Un abanico de cohetes resonando de una pared

A otra de las oscuras casas reducidas.

Pero los ecos fueron extinguiéndose tras ella mientras las paredes

Daban paso a los campos y al incesante bullir de las hierbas

Cabalgando bajo la plenitud

De la luna, las crines al viento,

Incansables, atadas, como un mar sujeto a la luna

Ondula sobre su raíz. Aunque una niebla espectral

Se levantó del valle resquebrajado y quedó flotando encima,

A la altura de sus hombros, no sainó

A ningún fantasma de rasgos familiares,

Como tampoco ninguna palabra dio cuerpo y nombre

Al estado blanco, vacío en el que ella se adentraba. Tras dejar atrás

Aquel pueblo habitado por el sueño, sus ojos no recrearon ningún sueño,

Y el polvo del hombre del saco

Perdió lustre bajo las plantas de sus pies.

El viento vasto, dilatado hasta reducirla

A una pizca de llama, silbaba su agobio

En la caracola de su oído, y su cabeza, igual que la cima cortada

De una calabaza, abovedaba aquel bullicio babélico.

Todo lo que la noche le dio, a cambio

Del mísero regalo de su bulto y del latido

De su corazón, fue el indiferente hierro combado

De sus colinas, y sus pastos bordeados por una pila de piedras

Sobre piedras negras. Los establos

Guardaban camadas de crías y desechos

Junto a las puertas cerradas; las vacas descansaban

Arrodilladas en el prado, mudas como peñascos;

Las ovejas sesteaban, custodiadas por las piedras, en sus matas de lana,

Y los pájaros, dormidos en sus ramas, llevaban

Golillas de granito, sus sombras

Eran el disfraz de las hojas. Todo el paisaje

Se cernía amenazador como el mundo antiguo que fue

Otrora, en su primitivo y poderoso vaivén de linfa y de savia,

Inalterado por los ojos,

Lo bastante como para apagar el núcleo

De su pequeño ardor; pero, antes de que el peso

De aquellas piedras y de aquellas colinas de piedras la triturase

Hasta convertirla en mera arenisca de cuarzo bajo aquella luz pétrea,

Ella dio media vuelta.





LAS PERSONAS ESCUÁLIDAS


Siempre están con nosotros, las personas escuálidas,

Más exiguas en dimensión, como los personajes

Grises de la pantalla. Esas personas

Son irreales, solemos decir:

Sólo existían en las películas, sólo existían

En aquella guerra que provocaba perversos titulares, cuando nosotros

Éramos pequeños e ignorábamos que ellas pasaban hambre

Y crecían así de esmirriadas, sin llegar nunca a redondear

Sus esqueléticos miembros, a pesar de que la paz

Sí que engordaba los vientres de los ratones,

Incluso bajo las mesas más míseras.

Fue durante la larga batalla de la hambruna

Cuando descubrieron su talento para perseverar

En su delgadez e infiltrarse luego

En nuestras pesadillas, amenazándonos

No con armas, no con improperios,

Sino con su delgado silencio.

Envueltas en pellejos de burro comido por las pulgas,

Vacías de quejas, bebiendo vinagre

Por siempre en sus tazas de hojalata, acarreaban

La insufrible aureola del chivo expiatorio

Arrastrado por su sino. Pero una raza

Tan enjuta, tan consumida no podía permanecer mucho tiempo

En nuestros sueños, no podía seguir siendo esa insólita cuerda de víctimas

En el país reducido de nuestras cabezas,

Como tampoco podía ya la vieja en su choza de barro

Seguir cortando tajadas de carne

Del costado de la generosa luna, cuando ésta

Hollaba de noche su patio

Para que ella le mondase

Otra peladura de su escasa luz.

Ahora las personas escuálidas

No se esfuman cuando la grisura

Del alba azulea, enrojece, y el contorno

Del mundo se clarea henchido de color, no. Ellas

Persisten en el cuarto iluminado por el sol: el papel del friso

De la pared, decorado con rosas y acianos, palidece

Bajo las sonrisas de sus labios delgados,

Bajo su ajada realeza.

¡Y cómo se sostienen, las unas a las otras!

Nosotros no poseemos yermos tan extensos ni tan profundos

Como para fortificarnos contra el asedio de sus duros

Batallones. Mirad, mirad cómo los troncos de los árboles se aplanan

Y pierden ya sus buenos colores marrones

Sólo con que ellas, las personas escuálidas, se yergan en el bosque,

Haciendo que el mundo adelgace como un nido de avispas

Y se vuelva más gris, sin tan siquiera mover un hueso.




 SOBRE LA DIFICULTAD DE CONJURAR UNA DRÍADE


Buscando alguna presa entre el persistente

Batiburrillo de lápices despuntados, tazas de café

Decoradas con rosas, sellos de correo, el clamor y el griterío

De los libros apilados, el canto del gallo de la vecindad,

La multitud de impertinencias de todo tipo,

La mente jactanciosa

Desdeña las improvisadas

Peroratas del viento

Y lucha por imponer

Su propio orden a lo que existe.

“Con sólo mi fantasía”, alardea la importunada cabeza,

Arrogante entre los espacios con lengua de grajo,

Los prados de ovejas, la cascada con aletas,

“Provocaré una crisis que dejará sin sentido al cielo,

Enloquecerá con su imposible galimatías

A la trucha, al gallo, al carnero,

Que crecen tan panchos

Ante mi celosa mirada,

Autosuficientes

Como lo son”.

Pero ninguna verde patraña angelical

Adamasca con su brillo cegador el ojo raído:

“Mi problema, doctor, es que: veo un árbol,

Y ese condenado, escrupuloso árbol

No realiza ningún truco

Para embelecar a la vista;

P. ej., sesgando la luz,

Urdir una Dafne;

Pero no: mi árbol

Sigue siendo un árbol.

Por mucho que intento doblegar esa corteza,

Ese tronco, obstinados a mi dulce voluntad,

Ninguna figura luminosa se materializa

En miembros, ojos, labios radiantes,

Para engatusar a la sincera tierra que desprecia

Rotundamente ficciones

Tales como las ninfas;

La fría visión

No se deja embaucar

Con falsificaciones.

Seguro que en este otoño pródigo en sueños, algún hombre

Con ojos alunados, bendecido por las estrellas y con dotes de ilusionista,

Observa a la damisela que me ha dejado plantada,

La moneda que malgasté, el caudal de hojas doradas

Que perdí, y hasta el aire opulento

Corre tachonado de semillas,

Mientras este pobre cerebro mío,

En lugar de amasar fortuna,

Se limita a robar al follaje

Y a la hierba, lo poco que tienen”.










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