ANTÍGONA: VERSIÓN LIBRE DE LA TRAGEDIA DE SÓFOCLES por José Watanabe






ANTÍGONA: VERSIÓN LIBRE DE LA TRAGEDIA DE SÓFOCLES

José Watanabe

Escrita en 1999

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NARRADORA

(Entra a escena trayendo una caja entre las manos. La deja a un lado del escenario. No la abrirá hasta el final de la obra)

Hoy es el primer día de la paz.
Las armas enemigas aún no han sido recogidas y están dispersas sobre el polvo como ofrendas inútiles.

Qué rápido el viento de la madrugada ha borrado las huellas de huida de los argivos. Cuando la luz es brillante como la de esta mañana, parece que el pasado es más lejano. Pero no, ellos huyeron apenas anoche, no más noches.

Antes de nuestro último sueño fue el tropel de su desbande.
Vinieron y se posaron sobre nuestros tejados cual águilas armadas y pusieron en nuestras siete puertas
siete renombrados capitanes y nunca acallaron sus siniestros gritos de guerra.

Pero Zeus, que abomina los alardes de la lengua altanera, estuvo con nosotros. Acosados por nuestros batallones, corrían por su vida aquellos que cantaban que habían venido a beber nuestra sangre.

No la bebieron y agradezcamos hoy la vida y el sol y la paz que es un aire transparente, y empecemos a olvidar.


NARRADORA

Los pastores han llevado las cabras y ovejas más allá de las colinas de Tebas, adonde el pasto no esté sucio de sangre.

Volverán cuando todos los muertos de la guerra estén enterrados y nueva yerba crezca sobre los túmulos.
Apúrense enterradores, junten sabiamente en una misma fosa a nuestros soldados y a los enemigos pues ambos están hechos de la misma carne y oliscan el aire por igual.

¿Ven ese cadáver sobre la tierra más árida, tendido perfectamente de perfil?
Se llama Polinices y aunque semidesnudo, aún mantiene las brillantes insignias de capitán argivo. Murió por un juego perverso de los dioses.

Ellos observan las batallas como un espectáculo, ignorando quién hiere a quién en el fragor del combate o qué flecha lleva dirección de cuerpo preciso.
Pero en una de las siete puertas, los dioses sí pusieron voluntad para que se enfrentaran dos hombres señalados, nuestro capitán Etéocles y el capitán atacante, Polinices.
Ay juego perverso: los dos guerreros de largas lanzas que quedaron mirándose, increpándose, solitarios en sus armaduras fulgurantes, ay juego perverso, eran nacidos de una misma madre y de igual padre.

El movimiento fue simultáneo: una lanza avanzó y la otra vino y así la muerte se hizo dos, pero entera en cada hermano.


NARRADORA

Destino es de los débiles crear señores del poder, así como en sueños creamos seres para nuestro miedo, y sólo el dormido los ve, y se angustia.
Pero ahora estoy en vigilia y ver a Creonte me intimida.
Coronado ayer, es el más reciente rey de Tebas, y sin embargo ya su ceño es fruncido.
Está bajando lentamente los escalones de su palacio y sé que no trae en la boca palabras felices.

CREONTE

Nuestra patria nuevamente es una tierra de sosiego.
Después de las violentas marejadas de la guerra, las cosas se han asentado y funcionan como originalmente.
Miren alrededor: el vino está en las ánforas, los sirvientes sacuden las alfombras en las ventanas,
el amor anida otra vez, y felizmente por igual, en los inmortales y en los hombres efímeros, y los muertos de la guerra ya todos están abrigados por la tierra, excepto uno.

Excepto uno.

El cuerpo de Polinices quedará insepulto, carne de disputa y hartura de las aves y de los perros voraces.
Porque él, que fue desterrado, vino con los crueles argivos dispuesto a ver con placer el fuego consumiendo la ciudad de sus padres.

La no tumba para él es mi determinación porque jamás los malvados recibirán más honra que los justos, y que así quede pregonado. Y pregonado también quede el castigo: aquel que le haga exequias, que le haga duelo o que le cubra con tierra, agregará su propia muerte a la del muerto.
Ahora vayamos todos a concluir las honras de su hermano Etéocles: dispongan carrozas, caballos, flores, banderas, y ustedes, capitanes de la guerra, agreguen un mechón de sus cabellos para que se consuma con el cuerpo de aquel cuya causa fue la patria.

Queden así en el olvido los pasados combates y vayamos a los templos de los dioses en danzas nocturnales, ¡ y que Dionisio sea nuestro guía!


NARRADORA

La muchacha, más niña que mujer, sentada en aquel patio… qué abatimiento tan serenamente llevado.
Hermana de los dos muertos, del honrado con sepulcro y del otro, afrentado sin él, mira distante nuestro paso. La culpa que sentimos está en nosotros, tebanos, no en la intención de su mirada,
porque nadie, ni el consejero más sabio, se atrevió a refutar la orden de Creonte que es dañosa para nuestra alma.
¿Qué cosas arden en tu corazón, Antígona?
¿Adónde vuela tu resentimiento, muchacha?
¿A Zeus, que ha descargado sobre tu familia cuanto dolor hay en el mundo,
o al rey que ahora se ensaña con tu hermano?


ANTÍGONA

Un cetro, un trono, y venias, muchas venias alrededor están con Creonte.
Oh rey, no necesitabas mucho para hablar con voz de tirano.
Nadie conoce el verdadero corazón de un hombre hasta no verle en el poder.
Antes de la guerra pasaba silbando por este jardín, acariciaba mi cabeza de sobrina y luego se perdía por el soleado atrio. Era otro sol y yo era otra sobrina.
Ese mismo hombre ordena ahora que me regocije con la Victoria y ponga en olvido al insepulto Polinices como si no fuera mi hermano.
¿Cómo entrar danzando y cantando en los templos si en la colina más dura hay un cuerpo sin enterramiento?
¿Cómo brindar, borrando de mis ojos lo que no ven pero que ciertamente es?
Es un cadáver cercado por guardias, vigilado día y noche para que ni siquiera el viento le cubra con tierra.

Pero si eres perro o ave carnicera, puedes llegarte y destazarlo y morder la preciosa carne
del hermano mío.

Hermano mío, pero ya no pariente mío sino muerto de todos, dime qué debo hacer.


NARRADORA

Los dioses te hicieron nacer hembra, Antígona.
Poco puedes hacer sino obedecer las leyes, así caigan sobre los muertos como sobre los que vivimos todavía.
Tienes el corazón puesto en cosas ardientes, en deseos de desobediencia que a otros helarían o convertirían en estatuas del miedo.
Descansa, deja que el sueño sea apacible tregua mientras transcurre la larga noche. Duerme.
(Se hace la noche, luego amanece)


NARRADORA

Las raudas sandalias del guardia que viene corriendo por un atajo de las colinas, de tan raudas parecen que apuran la luz del amanecer.
¿Qué mensaje palpita en su lengua, qué noticia lo demuda en su carrera, qué nueva calamidad guarda
en sus cerradas palabras?
Ya sube los escalones húmedos de palacio, ya sólo tiene aliento para pedir que lo anuncien ante el rey.

GUARDIA

Qué difícil llegar hasta ti, rey, no por tus alturas en el poder sino por mi temor de darte el bocado que traigo.
Cuántas veces me he detenido en mi carrera porque el corazón me decía: "vuélvete, regresa, cuidado,
que apenas dando la noticia, tú mismo la has de pagar".
Con tales pensamientos el camino corto me ha dado un viaje largo.
Sí, sé que estoy hablando para dilatar el tiempo mío y sólo logro tu real impaciencia.
Sea entonces la noticia: anoche alguien ha sepultado a Polinices.
No, no es que el muerto esté acogido bajo la tierra, sino que le han frotado fino polvo sobre toda la piel.
El alguien inició así el rito del soterramiento, pero la luz del alba lo hizo huir.
Guardias contra guardias nos hemos culpado, pero será, te pregunto, negligencia de hombres si el desobediente de tu decreto fue un dios?
Ese pensamiento silenció de pronto nuestra discusión allá en la colina.
Señor, convendrás que quien llega y huye deja huellas, y no había ninguna, ni de rueda ni de pie ni de arañazo de azada.
¿No te dice el corazón, como a nosotros, que el enterrador llegó por el aire o que no es de visible sustancia humana?

NARRADORA

En la puerta de Bóreas el viento agita como tristes banderas los andrajos de aquel hombre que viene
reo. Culpado avanza mientras los cumplidores guardias lo apuran con lanzas y la turba le hace andante ruedo.
Dicen que merodeaba el cadáver de Polinices y que había tierra en sus uñas.
Ahí tienes, Creonte, al que anoche retó tu orden.
¿Vas a juzgarlo?
Risible juicio, rey, o sainete: ¿Cómo lo harás venir a la cordura si el hombre tiene la razón trastocada?
Es el loco que hace años pide limosna junto al monumento de Anfión.
Hoy, prisionero, grita que en la colina sólo buscaba a su perro.
Sus otras voces sólo suenan en su cabeza atormentada, en su locura donde no existen reyes ni héroes ni traidores, sino sólo un perro.


NARRADORA

Yo recuerdo: las alamedas eran primaverales y Antígona corría y reía como un pequeño ciervo con sus amigas.
El único acontecer trémulo era la primera sangre menstrual, brillante y limpia, y el único vaticinio
lo traía el viento al cifrar los vestidos a los cuerpos, y anunciar así cuerpos plenos y deseables.
Nada presagiaba a la joven sombría que hoy camina sola bajo los pinos y apoya la mejilla en la áspera corteza para que nada en ella descanse serenamente.
Los dioses de la alameda la miran pasar y ninguno, desde sus mármoles, la consuela.


ANTÍGONA

Oh dioses, pudiendo habernos hecho de cosa invisible o de piedra que no necesitan sepultura
¿por qué nos formaron de materia que se descompone, de carne que no resiste la invisible fuerza de la podredumbre?
Qué impúdico, que obsceno es acabarse insepulto, mostrando a los ojos de los vivos blanduras y viscosidades. Tal castigo, y peor, padece mi hermano porque también es abasto que desgarran alimañas, buitres y perros.
Altos pinos que me vieron pasar cuando yo era niña, ¿divisan a mi hermano? ¿el viento le ha quitado el fino polvo con que cubrí su desnudez al amanecer?
¿Tendré otra vez valor para burlar la redoblada guardia o debo resignarme a que su cuerpo, al entrar el otoño, sea sólo huesos y una mancha oleosa sobre la grava?
No, no me respondan. Hoy toda palabra o murmullo entra en mi pesadilla y la enciende más.


NARRADORA

Era la medianoche y el palacio de Creonte parecía un barco anclado y seguro.

El viento había amainado y las antorchas se consumían con llama inmóvil y azul.
Contemplando el edificio, pensé en los modos del poder: un hombre inmisericorde duerme entre sedas, me dije.
De pronto en la habitación más alta se encendió una luz y otra luz y vi a Creonte caminar y caminar turbado. ¿Lo despertó un mal sueño o el escozor de la desconfianza que tiembla en la piel de todo tirano?

CREONTE

El guardia habló con lengua supersticiosa. No viendo huellas, él y sus compañeros de simpleza
sospecharon una divinidad intentando sepultar el cadáver de Polinices.
¿Qué dios puede tomarse ese trabajo con alguien que llegó hasta las puertas de la ciudad levantando teas ardientes dispuesto a incendiar templos, altares y sacros tesoros?
¿O hemos llegado al tiempo en que dioses falsos enaltecen a los traidores?
No: ahora veo: la simpleza del guardia era fingida y el dios enterrador era pícaro invento
para ocultar su complicidad pagada.

Hay ciudadanos resentidos porque no ocupan un sitio a mi lado.
Ojos que yo envío por toda la ciudad han visto que a mis espaldas mueven la cabeza y murmuran diatribas.

A ellos no les duele el cadáver de la colina, les duele mi poder, y para minarlo
dejaron caer monedas sobre la palma venal de un guardia.
Sí, la arriesgada y vergonzosa empresa de mi servidor sólo puede hallar explicación en el lucro.
Y luego quisieron confundirme como al rey ingenuo de las fábulas trocando a un dios con un loco que se arrodilló ante mí y habló confusas palabras entre llantos y babas.
Poder y traición están en la misma medalla,
El día de mi primer mando tuve mi primera felonía: desapareció la mascarilla mortuoria de Polinices, aquella que hice para que el enemigo tuviera un rostro antes de que bajo el sol, como ordené, perdiera sus facciones.

Ay traidores, tiemblen, porque tampoco bastará la muerte sola para ustedes.


NARRADORA

He visto a Antígona corriendo sigilosa de una columna a otra, de una esquina a otra como escondiéndose de nadie.
Al salir por la puerta Bóreas su apurado vestido blanco parecía ir solo como una sábana volada de un cordel.
La perdí de vista cuando entró en la llanura, pero en la frente llevaba un pensamiento que la transfiguraba y la hacía más bella en su veloz caminar bajo el sol del mediodía.

ANTÍGONA

Polinices, hermano mío, te preguntarás cómo he llegado hasta ti.
Todo hombre tiene su arrogancia y la de los guardias es creer que en hora tan luminosa no puede haber audaces.
Doy gracias también a los vientos del norte que se rizan en torbellinos y recorren las colinas levantando columnas de polvo que suben hasta las nubes.

Envuelta en un torbellino he venido. Estoy llena de briznas, pero el vino del cántaro está limpio.
Cuán malamente te han raspado el polvo que te puse anteanoche. Quieren para ti la más absoluta intemperie,  pero yo he venido a abrir la tierra para ti.

Recibe otra vez sobre tu cuerpo este polvo consagrado y estas tres libaciones del vino de mi boca, pero en nombre de todos.
(La sorprende un guardia)
Ser sorprendida era mi riesgo, guardia, pero déjame que termine de abrir la tierra para que sea madre
y acoja a Polinices como acogió a Etéocles.

Son hermanos irrenunciables, guardia, ya sin facción ni contienda y acaso mutuamente se están llamando.

En tu corazón sabes que no es bueno que el uno esté abrigado por la tierra y el otro siga errando,
alma en pena que mira con tristeza o cólera su propio cadáver.
Quiero que toda muerte tenga funeral y después, después, después olvido.
En tus amarras, guardia, está empezando mi muerte.
Recuerda mi nombre porque algún día todos dirán que fui la hermana que no le faltó al hermano: me llamo Antígona.


NARRADORA

Gentes de Tebas que miran y se esconden como monos curiosos, la que va por las calles dentro del círculo de guardias como animal de cacería es en verdad la única princesa de esta tierra.
Véanla ahora subiendo los escalones de palacio: si desatadas van las correas de sus sandalias, muy entradas en sus carnes están las amarras de sus sagradas muñecas.
Gentes de Tebas, ya Antígona y Creonte están en sus inevitables papeles.
Ella ocupa su asiento de reo y él ahora no sólo es rey, sino la estentórea voz del destino y su inclemencia.

CREONTE

Naciste del vientre de mi hermana y lazo de amor te une a Hemón, mi hijo.
Eres, pues, más pariente mío que muchos.
Doble dolor y doble cólera arden en mi alma.
Es justo, entonces, que doble rigor tenga contigo.
Mi hijo Hemón deambula incrédulo por pasajes y habitaciones, ya sabiéndose novio de una segura condenada.
Porque condenada estás desde que los bandos pregonaron la orden y el castigo.
Y sin embargo ríes, y esta insolencia es mayor que la del enterramiento porque allí burlaste a simples y oscuros guardias y aquí tu sorna y jactancia son ante tu rey.
Siempre es más fácil ordenar la muerte de aquel que comete un delito y luego lo toma a honra. Tu risa
hará que condenar también sea un placer.
¿Pero quién más ríe contigo?
¿Qué cómplices se ocultan en sus casas a gozar tu osadía?
¿Ismene, tu hermana, también te asistió y es la otra cabeza de la víbora bicéfala?

ANTÍGONA

La víbora tiene una sola cabeza, Creonte.
Mi hermana Ismene es inocente. Sus pensamientos más atrevidos no van más allá de su tímido frontal.
Dices que he violado tu ley.
¿Pretendes tú, mortal, prevalecer por encima de las leyes no escritas pero inquebrantables de los dioses?
Sólo ellos tienen mandato sobre los cuerpos de los muertos. 
Recuérdalo: sólo ellos.
Sé bien que Polinices venía a devastar nuestra patria y que Etéocles la defendía, pero ahora, muertos, el Hades les otorga igualdad de derechos.
Como ves, he preferido cumplir con los dioses y no con tu arrogante capricho.
Sucumbir por tal motivo es ganancia, y no me duele.
Doleríame, sí, que el hijo de mi misma madre quedara insepulto. Tú sigue llamándolo enemigo hasta el fin de tus días, pero yo he nacido para amar, no para compartir odios.
Ha de parecerte que hay sonido de locura en mis palabras, pero no, la locura está en tus oídos.
¿Sabes que hay muchos tebanos que alzarían estas mismas palabras, que las dirían a voces por calles y plazas si el miedo no les cerrara la boca?
Los dioses quieran, Creonte, que no te dure el privilegio de ordenar impunemente lo que te place,
y quieran también acabar pronto con tu gozo de escuchar sólo el multitudinario e indigno silencio.

NARRADORA

No supongamos tanta dureza en el corazón del rey.
Seguramente ha vencido mil dudas antes de sancionar a la joven que hizo promesa de amor con su hijo y es tan cercana de su sangre.
Ay Antígona, qué hermosa y altiva presa eres. La escolta de guardias no perturba tu caminar lento y regio.
Vas mirando sin ansia rostros en las ventanas, árboles, veredas, un brillo de sol en una aldaba, y mil cosas que para ti son últimas.
No te llevan a cadalso, a final que viene raudo como viaje de flecha o vuelo de hacha, no: Creonte te ha señalado muerte para la memoria de todos, muerte que se vocee así: si tamaño castigo da a pariente ¿qué pueden esperar otros enemigos?
Vas, Antígona, a muerte más larga y perversa.
Entre el roquerío de la montaña hay profundas y caprichosas cuevas. En una de ellas serás lanzada y vastamente tapiada.
Cárcel te será mientras te duren las interminables horas de hambre y sed y oscuridad y luego secreta e inmensa tumba, porque no sólo te albergará la cueva sino toda la montaña.

ANTÍGONA

La oscuridad le da a mi cuerpo una existencia extraña.
Soy sólo cuando me palpo o toco la dura piedra de la caverna.
Cuando hablo no sé si hablo, acaso sólo sean palabras que circulan sin sonido dentro de mi cabeza.
Esto y la muerte debo pagar en este tiempo de perversas confusiones.
La piedad, que antiguamente era virtud, hoy me condena y alarga las desgracias de mi familia.
Los viejos dicen que un antiguo conjuro pesó sobre mi padre y mi madre y que las desventuras, como las olas de la mar, se repetirán de una generación a otra.
Y entonces desde aquí, aunque no me escuchen, viejos, yo les recuerdo una ley del Olimpo que dice
que nada grande entra en la vida de los hombres sin alguna maldición.
Si la paz es esa cosa grande, yo soy la maldición, la ola rara que se estrella y muere en el interior de esta cueva.
Lo siento por ti, amado Hemón. Éramos una mujer y un hombre soñando ritos nupciales, banquetes y tálamos.
Otro será mi novio ahora, vendrá desde la oscuridad, y comeré mi manjar, este aire, y me tenderé sobre esta piedra que ese último día me parecerá de plumas.


NARRADORA

Desde la madrugada, Hemón camina porque camina, va y viene a ninguna parte y sólo se detiene a mirar la montaña donde se consume Antígona.
¿Qué ha sucedido en mi patria para que ojos tan jóvenes miren con tanta amargura?
Anoche Hemón tuvo un sueño insensato:
Se vio repentinamente muerto por una dorada flecha disparada por algún dios compadecido, y así atravesado y finado entró en sueños en la cueva para buscar entre las sombras la amada sombra de su prometida.

 La luz del alba le advirtió que soñaba, y odió la luz.

Se puso de pie y empezó a caminar al garete: igual le era pisar yerba, piedra o grava.
Una pregunta le maduró en su deambular: ¿hasta dónde debe ir el amor por un padre? ¿debemos pagar esa deuda de origen aun con la aceptación silenciosa de sus injusticias?
Hemón sabe que es pregunta rebelde, pero la lleva en el gesto mientras sube a hablar con Creonte.


CREONTE

Hijo mío, oí rumor de tu despecho por tu frustrada boda, pero mírame: soy rey y padre, pero no dos personas, no uno inflexible y otro blando.
Mi firmeza de casa debe prolongarse a todos los rincones de la patria donde debo ser obedecido en lo pequeño y en lo justo, y aun en lo que no lo es.
Engendrar hijos es un riesgo, Hemón.
Los que salen cortos de alma sólo sirven para burla de los enemigos,
pero yo estoy confiado contigo, te di sentimientos fuertes y sé que no podrán disolverse ante la apetencia por el placer de una mujer.

Sepas, además, que sería sospechoso sino gélido el abrazo desnudo de aquella que se ha portado enemiga de nuestra estirpe.

Deja que ella encuentre un novio en el Hades y tú, hijo mío, busca entre otras doncellas
otros campos donde labrar.


HEMÓN
Muy extraño es ser hijo de un poderoso.
Te escucho decir palabras domésticas de padre juntamente con órdenes y leyes de rey.
Y privilegio siento en no verte como el alto gobernante que a otros intimida.
Te pido permiso para usar ese privilegio, y decirte lo que escucho en las calles, entre las sombras:
toda la ciudad llora a Antígona.
Los sencillos ciudadanos censuran la afrentosa muerte que le estás dando. Dicen: "aquella que no consintió que su hermano fuera pasto de perros
¿no es acaso más digna de alcanzar honra que castigo?"
Óyelos, padre.
Yo quisiera para ti toda la sabiduría del mundo, pero los dioses todavía no han creado a tal hombre.
No imites a los soberbios de mil talentos que cuando se les casca son hueros.
Oye a los sencillos ciudadanos, padre.
Que no te sea humillante el aprender de ellos.
Que tus leyes no sean de tu solo arbitrio, porque no es patria lo que es posesión de un solo hombre.
También oye a los dioses. Mira la noche porque en el silencio estelar, ellos piden que no olvides ni pisotees sus derechos sobre los muertos.
Oye a todos, padre, y cede, y revoca la dura orden para que todos celebremos la paz y Antígona la luz.

NARRADORA

Las vivaces cabras saltan de peña en peña y se aparean sin sospechar que en el vientre de la soleada montaña hay una cueva que es cárcel perpetua y tumba y tálamo.
Hasta allí no penetra el sagrado ojo del día ni el llanto de amigos y parientes. En ese silencio la muerte laboriosa envuelve a la joven condenada en un denso capullo de sombras.

ANTÍGONA

Yo quise ser la justa enterradora y ser enterrada es el premio que he recogido.
Padre mío, madre mía, hermanos Etéocles y Polinices, ya siento que toco las manos de ustedes
que las alargan hacia mí desde el otro mundo.
Moriré sin cantos de himeneo ni caricias de esposo ni crianza de un niño. Sólo he llegado a ser hija y hermana grata, recíbanme como tal.
Curiosa es mi muerte. Mi cuerpo joven no tiene destructora ni cruel enfermedad, y aquí no espero el imposible el golpe de una espada ciega para que yo muera regando mi sangre.
Me estoy acabando lentamente: en la misma medida que consumo la vida entra en mí y crece el dulce abandono que llamamos muerte.

NARRADORA

Un extranjero que cruzara Tebas de paso vería un pueblo de orden, un rey que gobierna
y un pueblo que labora calmo.
No vería las turbulencias debajo del agua mansa.
¿Quién le diría que una muchacha está muriendo por piadosa?
¿Quién le informaría que el joven iracundo que sale de palacio se arrancaría la piel si con ello dejara de ser hijo del rey?
Y ahora sospechemos que serán más duras las secretas correntadas porque ahí viene Tiresias, el anciano vidente: mala señal es su caminar agobiado, que no es por edad sino por el peso
de sus presagios.
Los dioses le dieron a Tiresias una paradoja: lo cegaron para que viera más lejos, y así va, confiando sus pasos a un lazarillo, ante Creonte.

TIRESIAS

Tú puedes jurar, rey, que tu trono está sobre amplias bases de mármol.
Yo lo veo al borde de un abismo.
Escúchame: Están ocurriendo sucesos para el temor.
Los mil pájaros de mi árbol, pájaros de algarabía, fueron expulsados por grandes aves llenas de cólera
que hicieron del árbol campo de batalla donde esgrimían garras para sangrarse cruelmente.
Al no comprender esa violencia, acaso figuración de otra venidera, yo corrí a ofrecer sacrificios en el altar. Puse sobre el hornillo las ofrendas habituales, frescos húmeros de oveja y buey, y pequeñas vejigas de hiel, y todo untado con grasa para avivar el fuego, pero, ay, el fuego no levantó sus lenguas, y la grasa se derritió gota a gota sobre el rescoldo dando gran humo, y la hiel salpicó el aire oscuro y atosigante.
Dime, Creonte ¿por qué los dioses rechazaron mi sacrificio?
Y asimismo es en todos los altares, y es casa por casa como una peste. Y aves y perros llegan a los hornillos como siguiendo una orden y los atestan con piltrafas arrancadas del cadáver de Polinices.
¿Acaso es necesario mi arte de vidente para interpretar tales signos?
Tú retaste a los dioses, pero todo Tebas paga tu insolencia.
Me retiro pidiéndote que no punces más al cadáver. Entiérralo.
Que se diga que fuiste valiente corrigiendo tu yerro y no valiente volviendo a matar al que está ya matado.

NARRADORA

Nadie alrededor. Creonte está sentado solo en el centro del gran salón.
Se mira en el espejo y ve un hombre irritado tomando vino.
Y nadie alrededor.
El vino es de las cepas reales, pero sus pensamientos caen en el vaso y la bebida se tuerce.
Y nadie alrededor.

CREONTE

¿Quién no está conta mí?
¿Hemón, mi hijo subyugado por una vil mujer?
¿Tiresias, el viejo adivino, que me culpa de las llamas muertas en los altares sin ver la hartura de los dioses que ya no desean las ofrendas de los pusilánimes?
¿Quién no está disparando flechas contra mí?
¿Quién no me trajinaría como mercancía si hubiera comprador?
Pero una vez más digo: a Polinices no lo enterrarán nunca en un sepulcro aunque las águilas
le arranquen piltrafas y las lleven hasta el mismo trono de Zeus.

NARRADORA

Tiresias, el anciano de los ojos muertos, convierte todo su cuerpo en un enorme ojo, no para ver lo de hoy sino lo de mañana.
Anoche no pudo entrar en el sueño y estuvo mirando calamidades que el tiempo está trayendo rápidamente hacia Tebas.
Apenas sintió el sol del amanecer en su vieja piel puso la mano sobre el hombro del lazarillo y enrumbó por el camino de palacio. Lleva premoniciones, hechos espantables que ya no puede contener en su boca.

TIRESIAS

Otra vez he venido hasta ti, Creonte, para pedirte que hagas humilde silencio y escuches cómo vienen
las Furias del Hades y de los dioses. Se acercan veloces y vengadoras, y tú eres la presa ineludible.
Tú, porque crees que tu crecido poder alcanza para gobernar otros mundos.
Tienes retenido a Polinices en el mundo de abajo, perteneciendo, como todos los muertos, al mundo de arriba.
Y en un juego contrario, tienes en una cueva, que es tumba de muerto, a Antígona, que aunque desfalleciente, aún es viva.
Anoche me llegaron imágenes de tu desastre. Quise alejarlas bañando mi frente con agua fresca, pero volvían una y otra vez. Vi la terrible cobranza de los dioses: entre todos se llevaban un ser surgido de tu propio ser, el más querido.
Y aun ahora que hablo contigo me viene un largo olor de sangre, un olor adelantado, tal vez de mañana.
Evita, Creonte, el vuelo de las Furias, haz que desistan de su desquite y regresen a sus mundos. Deja tu ceguera que es peor que la mía, porque no es de ojos de carne sino de soberbia y escúchame: ya sabes que el consejo es mayor cuando aparta el peor de los males, y este que te dejo es de los mayores: entierra al muerto y libera a su fiel hermana, y prontamente porque cada hora la sangre que viene hacia ti huele más próxima.


NARRADORA

No hay peor tortura que la propia imaginación y Antígona no cesa en mi mente.
La veo esperando que se forme una imposible gota de agua en la piedra árida y caiga en su boca sedienta, o tanteando en ese mundo inhóspito una yerba amarga para su infinita hambre, o pronunciando lentas palabras para que su propia voz la acompañe mientras entra en el letargo doblándose sobre sí misma como una figurilla de cera.

ANTÍGONA
(Habla como lejana y jugando con una cinta de seda que ha desatado de su cintura, la enrolla y desenrolla en su brazo)
Soñé que amanecía. Qué absurdo, soñé que amanecía.
Tal vez el amanecer esté encima de la montaña, pero no tendrá la luz esplendente de mi sueño.
La luz que vi era otra y yo quería entrar en ella y disolverme en su liviandad.
Ay si ese fuera el camino para entrar en el Hades, y ser luz repentina, cuerpo huido de este suplicio largo y perverso. Ay si pudiera tomar ese camino, esa puerta rápida, ese atajo.

NARRADORA

Desde temprano los clarines reales han llamado a la población a las puertas de palacio,
pero los tebanos, antes sólo gente de acatamiento, hoy han traído algo para enrostrar. Gritarán que sus altares siguen inservibles, ahogados como están los fuegos por las piltrafas de Polinices.
Pero Creonte los ha sorprendido. Ha salido al atrio con otro rostro. Nadie sabe si por la razón o el miedo, pero comparable está a un pescador que ha desatado cien nudos toda la noche y a la mañana siguiente ve satisfecho y en paz su cuerda lisa.
Cien nudos toda la noche, y nadie sabe si desatados por la razón o el miedo.

CREONTE
Pueblo de Tebas: dar una orden y luego suspenderla no debe ser costumbre de gobierno, pero si la dicha orden trae zozobra y la insistencia en ella puede estrellar al pueblo y a mí mismo contra la fatalidad, es hora de revocarla.
Ustedes esperaban íntimamente esta decisión. Que sus corazones entonces se alegren este día
porque doy licencia para que vayan a hacerle entierro al muerto.
Llévenle entre cantos su derecho a ser cobijado por esta su tierra nativa.
Yo voy a hacer el gesto contrario. Marcho a la montaña a destruir el sello de piedras que enclaustra a Antígona y la aleja de la luz y del amor de mi hijo Hemón, que hace días me sesga su mirada.

Vayamos pronto, y que los dioses se complazcan viéndonos trabajar en ello.

NARRADORA

El sello de piedras estaba roto y el recién llegado Creonte miró el forado incrédulo y ofendido,
y abrevió para los cielos y la tierra toda su rabia en una pregunta: "¿quién el atrevido?", gritó.
Por el forado, más hechura de zarpas desesperadas que de manos humanas, entraron guardias con antorchas y el rey con su cólera. Y avanzando hacia el fondo oscuro vino hacia ellos un sobrecogedor lamento. Era la voz de Hemón, pero Creonte la negó diciendo que era cruel burla de los dioses.
¿También quisiste negar, rey, la imagen que las antorchas iluminaron?
Antígona colgando de su fino cuello, enlazada por una cinta de seda roja a la saliente de una roca,
Hemón abrazando su cadáver por la cintura, llorando su demorado atrevimiento para romper el sello.
Cuando el joven sintió la luz, volteó el rostro y más fuego que en las antorchas había en sus ojos.

El rencor produce una saliva ácida, y con ella ensució la cara de su padre antes de atacarlo con el doble filo de su espada. El hijo sólo hirió el aire, el sitio vacío que había dejado el esquivado y ágil cuerpo de Creonte.
Burlado en su ataque, Hemón levantó la espada y se la hundió a sí mismo en la mitad del pecho. Feroz signo de ira contra su propio padre.
La vida sólo estuvo con él el tiempo que necesitó para girar, abrazar a Antígona y mojar las mejillas pálidas de su novia con la sangre que le subía a la boca.
Oh dioses, en las paredes de la cueva, sus sombras eran las de dos jóvenes ceñidos como en día de boda.

NARRADORA
Las muertes de esta historia vienen a mí no para que haga oficio de contar desgracias ajenas.
Vienen a mí, y tan vivamente, porque son mi propia desgracia: yo soy la hermana que fue maniatada por el miedo.
Antígona entró en mi casa como un airado y súbito fulgor y me habló así: “Ismene, quiero que tus manos me ayuden a sepultar el cadáver de nuestro amado hermano, confío en que habiendo nacido noble no te haya ganado la villanía”
Sus palabras ardían, pero yo tenía el ánimo como el de un pequeño animal encogido, y sabiendo que le asistía razón, le dije que deliraba, que un aire de locura le había golpeado la cabeza.
Era el miedo, Antígona, porque la muerte sería nuestro pago por enterrarle.
Ven, hermana, te rogué, mejor pidamos a los muertos que nos dispensen y que prevalezcan sobre nosotras las órdenes de los poderosos vivos, pero me reprochaste, dijiste: “busca tú, Ismene, la aprobación del mundo del tirano, yo iré tras la gracia de los dioses”, y te fuiste a la colina de nuestro muerto.
(Abre la caja que trajo al principio de la obra y descubre la mascarilla mortuoria de Polinices. La toma entre sus manos y hace el gesto de tres libaciones)
Antígona, ¿ves este mundo de abajo?
El palacio tiene ahora un profundo silencio de mausoleo y desde ahí nos gobierna un cadáver que respira, un rey atormentado que velozmente se hace viejo.

Hermana mía, mira: este es el rostro de nuestro hermano antes de los perros
y los buitres y la podredumbre, y estas libaciones tardías son de mi pequeña alma culposa.
En tu elevado reino pídele a Polinices que me perdone la tarea que no hice a tiempo porque me acobardó el ceño del poder, y dile que ya tengo castigo grande: el recordar cada día tu gesto que me tortura y me avergüenza.
(estrella la mascarilla contra el piso y de la caja saca tierra que deja caer sobre los fragmentos)

Telón.



NOTA DEL AUTOR

Esta obra fue estrenada el 24 de febrero del 2000 en el teatro del grupo Yuyachkani, Lima, Perú. Fue interpretada por Teresa Ralli y dirigida por Miguel Rubio.

Aunque concebida originalmente para actuación unipersonal, la obra puede ser interpretada por varios autores.

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